En un viaje hecho por calles desconocidas viendo el atardecer a través de la ventana del auto de mi madre, quien insistió en un rico paseo familiar, siento como mi alma rejuvenece y aleja los dolores y enfermedades que he ganado éste último tiempo.
Los árboles, los verdes pastos, los campos, la gente con miradas tranquilas y atentas, las calles que una vez vi cuando pequeño y que ahora me parecen rutas nuevas… todo me asombra de tal manera que me llena de alegría y de ilusión al sentir esa gratificante sensación que otorga cada paisaje nuevo, cada ruta desconocida y, a su vez, reconocida.
El aroma de la tierra llenando mis débiles pulmones, el sonido de las aves y del viento que pasa rodeando el automóvil… todo tan bello a su manera, llenando tanto mi espíritu.
Incluso detenerse en medio de la subida del cerro para ver la ciudad desde la distante altura fue bello a su manera, por mucho que deteste la ciudad. Las estrellas y la claridad de la Luna contrastando con las luces de la ciudad pareció algo tranquilizador y apto para soñar nuevas cosas.
Pero estas hermosuras no solo me dieron hambre de soñar, sino hambre de recordar los viejos paisajes que veía con inocencia. Esos viejos paisajes en los que miraba con tanta ilusión a la Luna, en los que me fijaba con tanta alegría en los campos… y a la gente que conocí en esas distancias.
Aunque no solo fue la gente que conocí en las distancias que disfrutaba en el verano, sino a los pequeños que me acompañaban en mi infancia durante el año completo.
¿Cómo olvidar aquellas jóvenes caras, si fueron ellas las que me ayudaron, de un modo u otro, con mis primeros pasos de formación?
Claro que esa edad siempre la consideraré una etapa despiadada en la que mi espíritu sucumbió ante la cruel realidad de un infante, en la que la humillación y soledad se hacían cada vez más fuertes al tratar de luchar contra tal realidad.
Fue un periodo en el que le guardo rencor a demasiados, pero que igual considero un tesoro valioso en el que se destacan personas asombrosas.
Muchos de los que fueron infantes entonces se alejaron aparentemente para siempre, paso a paso se fueron hasta las sombras de ellos. Antes preguntaban cómo estaba aquél que está en sus recuerdos… pero ahora…
Los que quedaron, los que son mi valioso tesoro, los vi crecer como grandes personas. Bueno, quizás no “los”, sino “lo”…
Por mucho que me encontrase de nuevo con aquellos que eran mis compañeros, sólo uno de ellos sigue preocupado de mi existencia.
Simón es el único que me ha pedido disculpas por no haberse dado cuenta de lo que fue la infancia hasta que ha madurado, y que me agradece la compañía que recibe de mi parte.
Realmente no creo que sea merecedor de ello…
A veces creo que también di motivos para quedarme solo en aquellos años, que también fui un pequeño molesto y caprichoso, levemente egoísta como cualquier niñito normal… pero él igual me habla como si fuese alguien tan especial.
Él es mi mejor amigo, alguien que me conoce desde tal edad… pero no creo que ello sea razón para tales sonrisas y abrazos.
Es como recordar cuando mi familia tenía una casa cerca de San Antonio. Era un hermoso lugar prácticamente sobre un rompeolas en el que se veía perfectamente la Luna y el atardecer con colores hermosos y sobrecogedores.
Conocí a varios chiquillos allí que quería confirmar como mis amigos… pero también habían momentos de soledad.
Ya entonces era demasiado soñador… y ver el atardecer o ver la Luna era motivo para ponerse a soñar.
Soñar y no hablar con alguien de esos mundos o momentos maravillosos aumentaba la sensación de soledad que ya existía en mi esencia.
Desde que comencé a sentir presencias y espíritus, espectros y almas, fue cuando mi soledad se hizo absoluta y deprimente… pero, a su vez, acogedora y mística, como mis sueños.
Para entonces me cambié de escuela y ya no tenía un mínimo de gente que hablase conmigo. Mi soledad se hizo absoluta y fue Azrael mi única compañía.
¿Quién diría que la triste idea de querer suicidio sería la respuesta para tener un mínimo de compañía?
Gané un guía espiritual, alguien que si me acompañó aunque fuera de un plano lejano y etéreo… pero al menos eran oídos que escuchaban mis problemas.
Pero el viaje terminó, llegué a casa otra vez.
Volver a la habitación es acogedor y, a la vez, aliviante. Cada una de esas visiones de mi pasado vuelven a donde pertenecen y yo tranquilizo mi alma descargándola aquí, agradeciéndole a quienes me han acompañado y saludando a quienes me han dejado.
Pero es ahora cuando me doy cuenta que siempre he tenido los brazos abiertos para recibir a alguien y dar un abrazo… y solo pocos han llegado, cuando conozco a tanta gente…
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